En Tañarandy todos creen en algo
Donde la Pasión de Cristo se encuentra con lo místico y lo pintoresco
Fotografías por Rut Ortiz Montenegro.
Tañarandy es más que una experiencia religiosa; es un ritual artístico y comunitario, una sensación espiritual, un encuentro de múltiples energías poderosas.
Iniciada hace más de 30 años como una tradición religiosa cristiana por parte del artista plástico y gestor cultural Koki Ruiz (1957-2024), Tañarandy se convirtió en un espectáculo viviente que hay que experimentar si estás por Paraguay. La recreación de la muerte y resurrección de Jesús se realiza en Semana Santa en la ciudad epónima en San Ignacio Guazú, Misiones, a 225 km de Asunción. Este año, el acontecimiento fue un homenaje de parte de Macarena, Almudena, Julián y Eduardo, hijos del artista; Norma Fretes, la viuda; y la comunidad de San Ignacio.
“A mi papá le encantaba generar espacios donde la gente no solo miraba sino que participaba, vivía la experiencia, se emocionaba. Y eso fue exactamente lo que ocurrió. El recibimiento de la comunidad fue, sin duda, uno de los mayores regalos que nos dejó esta edición”, expresó a The Paraguay Post Julián Ruiz, uno de los hijos y organizadores del encuentro 2025.
Más allá de las creencias, de los dioses a quienes uno les reza, de las prácticas espirituales que uno tenga, cuando se habita el territorio de Tañarandy no se puede permanecer escéptico. Hay algo que se condensa y se mueve en ese lugar, que llega a su punto más elevado el Viernes Santo a partir de las 19:00.
Fuimos parte de las miles de personas que van desde varios puntos del país hasta Tañarandy durante la Semana Santa para presenciar no la muerte de Jesús sino la vida de una comunidad, el trabajo colectivo de artistas y artesanos, la historia que se teje en el barro. Este año la festividad tuvo una diferencia significativa: fue el primer evento sin la presencia física de Koki.
Un artista que volvió a trabajar en comunidad
Delfín Roque Ruiz Pérez, conocido popularmente como Koki Ruiz, nació, estudió, trabajó y se desarrolló como artista en San Ignacio. Autodidacta en la pintura, estudió arquitectura en Brasil. Experimentaba con colores y elementos naturales, retratando imágenes del campo paraguayo.
Llevó su creación a grandes escalas, trabajando también con escenografías y puestas performáticas comunitarias, siendo Tañarandy y el teatro El Molino dos de sus proyectos fundamentales. En palabras de su hijo Julián, todo lo que hacía Koki estaba atravesado por una convicción profunda, “la de mantener vivas las raíces culturales y religiosas de su comunidad”.
Koki participó de varias exposiciones pictóricas tanto en Paraguay como afuera, pero a diferencia de otros artistas que se van a seguir explorando, él decidió volver y generar algo que lo trascienda. “Mientras muchos se quedaban en la capital persiguiendo reconocimiento, él volvió a su pueblo a pintar su tierra, a trabajar con su gente, a dejar huella”, señaló Julián.
La identidad de Tañarandy se forja en lo religioso pero también en lo místico y pintoresco. Los relatos bíblicos se diluyen con leyendas urbanas sobre ovnis y las historias particulares de las familias que residen en ese lugar, con sus profesiones y pasiones. Ejemplo de eso, son los famosos letreros que adornan cada casita del camino, indicando el apellido de la familia y su rol en la comunidad. O el que señala la “calle Amorcito”, donde se concibieron vínculos afectivos. O el conocido cartel en el que un ovni desciende en Tañarandy.
Hay cuentos para todos los gustos y creencias. Y aunque uno se quiera mantener indiferente, llega un momento en que la atmósfera cambia, el canto desaforado de Los Estacioneros marca el comienzo del ritual: la procesión de la Virgen Dolorosa. Niños, jóvenes y ancianos elevan sus voces hacia el cielo, que se vuelve lavanda a medida que cae la tarde.
En el camino de la procesión rumbo hacia La Barraca, la casa de Koki y centro cultural, donde se desarrolla el espectáculo central, hay un tramo colmado de velas caseras contenidas en la cáscara del apepu o naranja hái (Citrus aurantium). Quienes sufren de ansiedad ya prendieron sus velas mucho antes de que entre el Sol. Quienes son más pacientes y les gusta seguir las reglas, esperan a que la Virgen llegue. Una señora, inspirada y solemne, dice “atendé que cuando prendés tu vela, porque te tiene que venir una revelación”.
De repente, todo el trayecto está encendido—apepus, antorchas y candiles. El fuego vibra en los pies, en las manos, en el aire. El olor de la fruta abraza esos 5 km que faltan para llegar a La Barraca. Somos parte del espectáculo, del ritual. Algo se está invocando, mientras a lo lejos, observamos unos rayos romperse en el campo abierto.
Nos apuramos para llegar a La Barraca antes que la procesión, porque una vez que esta llegue, empezará la función de los cuadros vivientes. La Barraca está repleta; es una cancha de fútbol llena de hinchas de Jesús o de Koki o de la tradición. Las señoras más vivas esperan allí desde temprano con sus sillas plegables. Nosotros, inexperimentados, tenemos que atravesar la masa, el barro, intentar no ser tan asuncenos, y encontrar algún lugar donde también podamos ver bien.
Y cuando estamos a punto de rendirnos, cuando la respiración casi se va, encontramos un rincón en medio de los retablos y nos empotramos ahí, nos hacemos chiquitos para entrar, para al fin ver cómo llega la Virgen y el Jesús que desciende de la cruz.
El legado que sobrepasa lo artístico
Uno de los momentos más emotivos de la noche fue el discurso que dio Julián, quien con sus hermanos, Macarena y Almudena en la dirección artística; y Eduardo y él, en la dirección logística, lideraron la organización del evento, que lleva meses de trabajo e involucra a más de 100 personas.
Con la voz entrecortada, Julián contó que seguir con la tradición es lo que su padre hubiera querido, y aunque Koki ya no está físicamente, ellos y ellas lo sentían presente. Dio detalles sobre cada uno de los cuadros que se representaban esa noche. La temática de los mismos era La última cena, teniendo en cuenta que el cuadro que ilustra esa escena, pintado por Leonardo Da Vinci, era el favorito del artista. “Aunque a veces papá quería innovar con otros cuadros, siempre volvía a este, por su conexión con la gente”, añadió.
Con un juego de luces que va cambiando de acuerdo a cada cuadro y una banda sonora también pensada especialmente para la ocasión, vemos la clásica cena, con un Jesús que realmente lloraba y los 12 apóstoles alrededor; otra versión inspirada en el estilo de Andy Warhol, más contemporáneo y monocromático, una escena donde los discípulos se van retirando; en el medio, La Piedad – La Crucifixión, un cuadro bastante irreverente y denso, cargado de simbologías oscuras y de dolor; y el último cuadro, también referenciando a La última cena, esta vez desde la visión de Salvador Dalí, en la que Cristo solo aparece representado por una luz en el centro.
Sobre esa representación, Julián señaló que “los doce discípulos fueron interpretados por el equipo de La Barraca, el grupo que acompañó a papá con fidelidad durante tantos años. Queríamos que ellos sean parte de este homenaje final, como una despedida íntima y simbólica”.
Además de los cuadros vivientes, también estaban expuestas dos obras de Koki muy especiales para la familia. Por un lado, el retablo de San Francisco y San Ignacio, compuesto por semillas de maíz, cocos y calabazas, creado para la visita del papa Francisco al Paraguay en 2015. Y el retablo de la beata Chiquitunga, hecho con 70.000 rosarios donados por feligreses. Estas creaciones monumentales se podían ver a los lejos y eran parte del altar viviente que esa noche estaba conmemorando la vida y obra del artista.
Para Julián, el legado de su padre es artístico, comunitario y cultural. “Ya no se trata solo de que la familia continúe lo que él comenzó, sino de ver cómo la propia comunidad lo va haciendo suyo”. Y en ese sentido, considera que la mayor enseñanza de Koki fue que las grandes cosas se hacen con la comunidad, en comunidad. “Y ese sigue siendo, hasta hoy, el motor de todo lo que hacemos”
El show no dura mucho, pero la impresión se mantiene en la retina, en el cuerpo, en el espíritu. Los actores y las actrices mantienen su poses mientras se habilita el espacio para poder verlos más de cerca. No son estatuas; son personas que han practicado meses y años. En sus ojos se ve la fe hacia algo mayor, hacia algo que les trasciende y les convoca a entregarse: arte, colectividad o divinidad.
Lo cierto es que, al salir de ahí, se vuelve absurdo seguir defendiendo el discurso de que estamos solos en este plano, de que solo las individualidades crean obras asombrosas, o de que el arte solo tiene lugar en los grandes y prestigiosos museos.
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