Gestar y criar en prisión en Paraguay
Un sistema que condena a las mujeres pobres

El frío de julio en Asunción se hace espeso entre los muros de la penitenciaría Casa del Buen Pastor, la principal cárcel de mujeres del país. La mirada de Clara recorre las grietas en la pared, que se fueron convirtiendo en un mapa de sus ocho años privada de libertad. Y de tantas otras que vinieron antes que ella.
Con voz suave cuenta que fue condenada por homicidio porque su entonces novio planificó el asesinato de una persona. Pero el informe psicológico concluyó que ella lo había incitado a asesinar. Que lo manipuló.
A él le dieron 18 años. A ella, 24.
Pero su vida, acostumbrada al ritmo áspero del encierro, cambió hace dos años con el nacimiento de su hijo. Antes estaba en el penal de Villarrica, un lugar donde los bebés no tienen dónde estar, y por eso pidió su traslado al Buen Pastor. Ser madre en prisión significa racionar pañales, leche y comida. Todo se sostiene día a día, en un espacio que no fue pensado para criar, pero donde ella igual aprendió a hacerlo.
“Mi mamá por orden judicial pidió que mi hijo venga conmigo acá porque no le puede cuidar. Se está haciendo la quimio”, comenta Clara a The Paraguay Post desde la pequeña capilla del Buen Pastor, un espacio austero, de paredes amarillentas mordidas por la humedad. Allí, entre bancas de madera gastada y crucifijos, se llevaron a cabo las entrevistas.
Hubo una directora cuyas palabras aún le resuenan como un látigo: “Yo no les dije a ustedes que se vayan a abrir sus piernas y que se embaracen”. Les quitaron la leche y los pañales, incluso, las madres tuvieron que rebuscárselas, comiendo de lo que sobraba porque “era su trabajo mantener a sus hijos”.
A Clara, la necesidad se le impuso como un segundo castigo. Mientras su hijo crece a su lado, estudia Derecho. Ya iba por el segundo año al momento de la entrevista. “Estoy relacionada con eso, si estoy acá”, dice con una punta de ironía.
En Paraguay, al 30 de septiembre, se registraron 19.803 personas privadas de libertad en las distintas penitenciarías del país, de las cuales unas 1.188 son mujeres encarceladas, según el ministro de Justicia Rodrigo Nicora. Forman parte del 6 % de la población penitenciaria y son un grupo poco visible en los discursos de seguridad, crimen organizado y “terrorismo”.
La narrativa pública se construye en torno a hombres y estructuras criminales, mientras las historias de estas mujeres, marcadas por pobreza, coerción o supervivencia, quedan fuera del análisis.
Más aún cuando se trata de las madres.
Esta invisibilización conduce a que temas críticos, como su salud sexual y reproductiva, embarazo, maternidad en prisión, violencia machista, condiciones sanitarias, acceso a la higiene y los vínculos con sus hijos queden relegados.
Un informe reciente del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura (MNP) –una institución del Estado paraguayo con autarquía funcional– estiman que hay unos 38.000 niñas, niños y adolescentes afectados por la privacion de libertad de, al menos, uno de sus padres.
Datos de 2024 de la misma institución apuntan a que el 88 % de la población penitenciaria entrevistada para el informe tienen hijas e hijos (793 personas privadas de libertad entrevistadas en los departamentos de Central, Capital, Alto Paraná, Amambay, San Pedro, Concepción, Caaguazú y Cordillera). El 55,8 % señaló que no los visitan en la penitenciaría, el 96 % dijo que su hija o hijo está al cuidado de un familiar, y, solo el 34,9% señaló que su pareja le acompaña en el cuidado.
Separar a una niña o niño de su mamá encarcelada va contra las normas de protección a las infancias. La Convención sobre los Derechos del Niño prohíbe que se rompa el vínculo familiar sin una muy buena razón. En la misma línea, el Código de la Niñez paraguayo obliga a que toda decisión estatal priorice el interés superior del niño. Siempre.
Según el Comité de Derechos del Niño, que interpreta y vigila el cumplimiento de la convención, el Estado debe demostrar por qué una separación beneficia al niño o niña y no lo perjudica. Pero en Paraguay esa protección suele quedar en el papel.
Cuando una persona es detenida, el desarraigo hace que mantener el vínculo con sus hijos sea mucho más difícil. Especialmente, con comunidades históricamente postergadas, como las de personas extranjeras. En el caso de los padres y madres indígenas el problema es aún más grande: al entrar al sistema penal, quedan lejos de su comunidad, de su idioma y de su red de apoyo. Sin estrategias pensadas para su realidad cultural, la separación familiar se vuelve casi automática.
A esto se suma que la ley tampoco acompaña del todo. El Código de la Niñez todavía dice que la patria potestad puede suspenderse si la persona está presa, aunque hoy casi no se aplica. En la práctica, cuando alguien es detenido, sus hijos e hijas quedan al cuidado de algún familiar o adulto cercano, pero sin que esa situación se formalice legalmente —como permitiría la figura de la guarda creada por la Ley 6486/2020— ni que se garantice que la madre o el padre pueda seguir en contacto con ellos. Así, entre vacíos legales y decisiones apresuradas, muchos niños y niñas terminan perdiendo un vínculo que la ley, en teoría, debería proteger.



Cuando una mujer se convierte en madre dentro del penal, el tiempo deja de medirse en días de condena y empieza a contarse en leche, llantos nocturnos, donaciones, si llegan, y el miedo crónico de que el Estado decida, de un momento a otro, separarlas de sus niños.
Según el Código de Ejecución Penal, las mujeres pueden convivir con sus hijos o hijas solo hasta que cumplan cuatro años – además, el Estado debe garantizar un jardín maternal con personal calificado y espacios adecuados para su cuidado—. Pero una vez cumplidos los 4 años, el niño o la niña debe salir del penal.
Si no tienen un padre o un pariente capaz de asumir la crianza, corresponde a la administración penitenciaria avisar a la Defensoría de la Niñez para que se adopte una medida de cuidado alternativo (eventualmente, se los envía a una entidad abrigo o familia acogedora). Esto suele abrir procesos tan largos como dolorosos para las madres que los atraviesan.
A veces pasan meses o años hasta que las madres se reencuentran con sus hijas o hijos. Una de las entrevistadas contó que cuando su niña pequeña fue a visitarla por primera vez, se colgó de las rejas. “Vos no sos mi mamá’, me decía. Y ese es el peor dolor que una madre puede llegar a tener”, expresó.
Al ser consultada sobre este aspecto, Diana Vargas, abogada defensora de derechos humanos, explicó que, lastimosamente, estas situaciones tienden a ser comunes porque las madres privadas de libertad no siempre tienen condiciones, y el apoyo a la familia ampliada que acoge es nulo.
Así le pasó también a Karen, que está privada de libertad hace cuatro años, por robo agravado, pero que aún sigue sin condena. Forma parte del 47 % de las mujeres presas sin condena en Paraguay. En el caso de los hombres, la cifra asciende a 61,6 %, según datos de agosto de 2025.
A Karen se la ve preocupada. Ella sabe que por la edad de su hijo, su convivencia tiene fecha de caducidad. Su madre que vivía fuera del penal estaba a cargo de su hijo mayor, de ocho años, pero hace no mucho le diagnosticaron cáncer y los tratamientos la vuelven cada vez más débil para criar a un niño pequeño. Aún así, hay ocasiones en que lo lleva para compartir juntos el fin de semana.
“El otro día fue a la casa de su abuela y se quemó los dedos con una vela. Y acá nosotros no dejamos ni que ni un mosquito le pique a nuestros hijos. Le preparo la comida, vemos dibujitos, estamos ahí jugando en la pieza, salimos al patio de nuestro sector”, narra.
A su lado, la respiración tranquila del bebé de una compañera, duerme sobre su regazo. Según cuentan, ese peso cálido las anclan a la tierra y pueden olvidar, por un momento, que su mundo es una isla de cemento.
Así era la rutina en el pabellón “Amanecer” del Buen Pastor, un espacio que funcionaba como una isla dentro del penal, con un acceso independiente, un patio amplio donde los niños podían jugar y tenían un pequeño servicio estructurado, con estimulación temprana y controles de salud periódicos.
Ese espacio, con todas sus precariedades, era también el único lugar donde se intentaba organizar la infancia en un sistema penitenciario diseñado para castigar a las mujeres.
Al momento de la visita de The Paraguay Post al Buen Pastor, había 13 mujeres embarazadas. Las internas contaron que un día antes de nuestra visita, una privada de libertad dio a luz en el penal.
Penas encimadas
“Son penas muy encimadas / el ser pobre y ser mujer”, escribió la poeta y militante del Partido Comunista Carmen Soler durante la dictadura de Alfredo Stroessner. Sus palabras se hacen materia en la vida de tantas mujeres que hoy cumplen condena por delitos de drogas en Paraguay. Casi todas comparten el mismo punto de partida: son madres solteras, separadas o viudas, con niños pequeños a quienes mantener casi siempre sin apoyo económico y con trayectorias educativas muy cortas (4 % nunca fue a la escuela, la mayoría sólo cursó la primaria).
Esa fragilidad es el telón de fondo de una realidad brutal: cuatro de cada diez están presas por transgredir la ley de drogas o Ley 1340/88, que establece penas de hasta quince años para personas condenadas por tenencia, tráfico o suministro general. De ellas, 44,4 % se encontraban condenadas, mientras que 55,6 % permanecían sin condena. La política de drogas en Paraguay golpea con más fuerza a las mujeres pobres que sostienen hogares enteros con trabajos precarios y cuidados no remunerados.
El MNP, en su informe de marzo de 2024, describe que muchas comenzaron a vender pequeñas cantidades de droga porque podían hacerlo desde sus casas mientras cuidaban a sus hijos. Otras fueron empujadas por sus parejas. Y están también las extranjeras usadas como “mulas”, que son obligadas a trasladar sustancias en sus cuerpos. Ellas saben que, si las detienen, pasarán años lejos de cualquier red afectiva.
Si una se toma el tiempo de escucharlas, entiende rápidamente que no están en la cúspide del crimen organizado. Están en los márgenes. Son microtraficantes que mueven pesos, no millones; mulas o trabajadoras de alto riesgo en el eslabón más descartable, el que no toma las decisiones. Aun así, son ellas quienes soportan el peso completo de un sistema que aísla el delito de las circunstancias.
Para el MNP, la política antidrogas funciona con una lógica desproporcionada: penas altas para delitos menores, prisión preventiva casi automática y pocas posibilidades de acceder a alternativas, como el arresto domiciliario, libertades anticipadas, restricciones de movilidad, y conmutación de penas. De hecho, el sistema penal paraguayo las concede muy poco a las mujeres, incluso cuando hay maternidad o vulnerabilidad de por medio. Esa desproporción se evidencia en sus historias atravesadas por pobreza, violencia de género, consumo problemático, discriminación y una maternidad ejercida en soledad.
Como dijo la exministra de Justicia Carla Bacigalupo en 2016, “el 90 % de las mujeres privadas de libertad sustenta su hogar” trabajando en tareas como costura, artesanía, y cocinando para otras personas encarceladas.
De un encierro a otro
El Buen Pastor fue fundado en 1919 sobre las avenidas Mariscal López y Choferes del Chaco. El penal, conocido por sus celdas angostas y muros altos, fue originalmente concebido como una casa de acogida administrada por la congregación de las Hermanas de la Caridad del Buen Pastor hasta 1970, cuando fue adaptado a un modelo penitenciario por la dictadura de Alfredo Stroessner y comenzaron a llegar presas políticas.
El 6 de octubre, una decisión del gobierno de Santiago Peña marcó el nuevo destino de las presas. 664 mujeres fueron trasladadas de forma sorpresiva desde la antigua penitenciaría del Buen Pastor y otras cárceles de mujeres a una nuevo recinto en Emboscada, ubicado en el departamento de Cordillera, a unos 44 kilómetros de la capital.
Las mujeres embarazadas y madres con hijos fueron desplazadas al Centro Penitenciario de Mujeres Serafina Dávalos, en Coronel Oviedo. Según datos oficiales, allí hoy viven 22 mujeres con sus niños y cuatro embarazadas, mientras que otras dos gestantes siguen en penales de Ciudad del Este y Encarnación. A partir de esta decisión, todas las mujeres embarazadas en otras penitenciarías serán trasladadas a este establecimiento.
El Ministerio de Justicia sostuvo que el Complejo Penitenciario para Mujeres Privadas de Libertad de Emboscada (COMPLE) cuenta con una “infraestructura moderna, segura y con enfoque de género” y que se trata de una apuesta por un “sistema penitenciario más justo, inclusivo y transformador”.
“A partir de ahora, se elimina el hacinamiento en el sistema penitenciario de mujeres”, anunció en tono celebratorio el ministro Rodrigo Nicora.
Pero las denuncias de familiares sobre el operativo no tardaron en llegar. El propio MNP, que llegó al nuevo penal para verificar la situación el 8 de octubre, constató que decenas de mujeres trasladadas quedaron encerradas durante días sin acceso al patio ni al aire libre; muchas denunciaron que no había agua suficiente para asearse, faltaban artículos de higiene, y la comida consistía en raciones repetidas, sin frutas ni verduras, con horarios irregulares y sin dietas especiales para quienes lo necesitaban.
Al llegar, las internas fueron recibidas con gritos y trato autoritario, sin explicaciones claras, dentro de un régimen “rígido o militarizado” que generó temor e incertidumbre desde el primer día. Las celdas tenían mala ventilación –sin aire acondicionado ni ventiladores— polvo y mosquitos, los baños estaban en mal estado, y las mujeres relataron dificultades graves para comunicarse con familiares.
Apenas unos días después de que familiares denunciaran las malas condiciones en la nueva cárcel de Emboscada, que el Ministerio dejó pasar, Nicora reapareció con un video en el que se lo ve recorriendo el penal de Oviedo.
En las imágenes se lo ve interactuando con los niños y caminando por salas de juego prolijas, patios verdes y espacios educativos. El video, que el presidente Santiago Peña también difundió a través de sus redes, buscó instalar la idea de un “nuevo modelo penitenciario” alineado con estándares internacionales.
El pabellón Amanecer en el Buen Pastor, sin embargo, contaba otra historia: la de madres que criaban con una forma de organización propia que suplía las fallas del Estado. Las internas sorteaban leche, ropa o pañales cuando las donaciones no alcanzaban. Se acompañaban en los pospartos. Sostenían rutinas de sueño, lactancia y disciplina en un contexto de hacinamiento que a veces las enfrentaba entre sí.
Sonia, privada de libertad por microtráfico y embarazada de siete meses de su segundo hijo al momento de la entrevista, lo recuerda así: “Dormíamos cinco mamás con sus bebés en una habitación. Yo no sabía bañarle a mi hijo. Me dolía todo. Mi mamá venía, me ayudaba, me retaba. Aprendí acá, con miedo”.
Hoy, el Gobierno sostiene que el cierre del Buen Pastor “marca el fin de una deuda histórica”. Que la privación de libertad ya no será sinónimo de pérdida de dignidad.
Pero el problema nunca fue solo un edificio.
*Los nombres de las mujeres privadas de libertad fueron modificados para preservar su seguridad y privacidad.








