Los guardianes del bosque bajo amenaza
El narcotráfico pone en peligro un ecosistema único y a sus protectores. ¿Cómo salvarlos a ambos?

Los guardaparques de la Reserva Natural del Bosque Mbaracayú —una extensa área forestal ubicada en la frontera noreste de Paraguay con Brasil— visten uniformes con su tipo de sangre impreso, en caso de una herida mortal en defensa del bosque.
“Se está acabando la reserva”, dice Diego, un guardaparques robusto con una pistola en la cadera, mientras guía a los visitantes hacia una cascada de 40 metros de altura en un valle de jungla prístina. “Es maravilloso entrar acá, hay una energía hermosa. Pero muchas personas no sienten lo mismo”.
Señala un sendero recién cortado que conduce a plantaciones de marihuana instaladas en lo profundo del bosque subtropical a principios de este año.


“Está creciendo demasiado rápido”, dice Diego —no es su nombre real— a The Paraguay Post. “Es difícil de controlar”.
Cuenta que a menudo se ve envuelto en tiroteos.
“Arriesgamos nuestras vidas”, agrega el guardaparques, uno de los 23 encargados de proteger los 644 km² de la reserva. Su salario es el mínimo, más un bono por peligrosidad, unos 3.330.000 guaraníes (420 dólares) al mes.
“Si no encuentran forma de perjudicarte, pueden perjudicar a tu familia”, reflexiona Diego. “Pero si nosotros no tomamos la decisión de hacer algo, cada día va a ser peor”.
El último refugio
En imágenes satelitales, el Bosque Mbaracayú —un poco más de 64.000 hectáreas de vegetación exuberante, ríos serpenteantes y la sabana biodiversa del Cerrado— destaca como un bloque oscuro de verde entre el mosaico de campos agrícolas de Canindeyú.
Creada por ley en junio de 1991 y gestionada por la Fundación Moisés Bertoni (FMB), una ONG paraguaya, la reserva privada del Mbaracayú es uno de los últimos grandes fragmentos supervivientes del denso Bosque Atlántico que alguna vez cubrió gran parte de Sudamérica.
Árboles yvyra pytã, algunos de dos siglos de antigüedad, están cubiertos de enredaderas como una abuela con sus rosarios dominicales. Se necesitarían tres personas para abrazar sus troncos marrones moteados de musgo.
El dosel está salpicado por gigantes pálidos, conocidos por el pueblo aché como ka'i kyhyjeha —el árbol al que los monos le tienen miedo— por sus troncos resbaladizos.
Los científicos afirman que el Bosque Atlántico sigue siendo un punto clave de biodiversidad en el mundo, con muchas plantas y animales que no se encuentran en ningún otro lugar.
Allí las mariposas azules eléctricas brillan en los rayos de sol. Los hongos resplandecen en el sotobosque como si fuesen nieve. El canto metálico del pájaro campana, el ave nacional de Paraguay, resuena entre las copas de los árboles. Incluso, las cámaras trampa han registrado 11 jaguaretes y sus crías. Es un extraordinario sitio donde la naturaleza aún desborda.
La reserva es crucial para alimentar ríos y acuíferos, e incluso para generar energía en la represa hidroeléctrica de Itaipú.
Sin embargo, la porción paraguaya de este ecosistema tiene una triple distinción: es única en biodiversidad, está poco estudiada y en grave peligro.
El departamento de Canindeyú ha perdido la mitad de su bosque primario desde el cambio de milenio, principalmente a manos de ganaderos y sojeros.
Diego, el guardaparques, hasta hace poco trabajaba para uno de ellos. Hace seis años, estaba en un tractor derribando vegetación para un magnate de la soja. La temperatura en los campos era de 40 grados. Bajo los árboles, era más fresco.
“Vos sentís que la naturaleza te está dando algo y vos la estás destruyendo”, recuerda. “Ahí me di cuenta de que quiero proteger todo eso: tenemos que hacer algo y hacerlo ya”.
Pero con la destrucción por parte del agronegocio disminuyendo en la región oriental de Paraguay —en parte gracias a una ley conocida como “deforestación cero” promulgada en 2004—, la atención se centra ahora en los cultivadores ilegales de marihuana.
En los últimos años, Paraguay ha legalizado la producción de cannabis para fines industriales, medicinales y científicos, pero los cultivadores sin licencia corren riesgo de ir a prisión.
Y este cultivo realizado de forma ilícita, del cual Paraguay es el mayor productor de Sudamérica, está devorando el bosque.
Los cultivadores suelen ser indígenas y campesinos locales contratados por bandas transnacionales de narcotráfico que, según reportes internacionales, contarían con el apoyo de figuras políticas. “Son vecinos y conocidos. Muchas veces les detenemos y les llevamos a la comisaría y la fiscalía, pero les pagan y les liberan en 15 días”.
No siempre es rentable para estos cultivadores. “Les utilizan. Hay días donde se van y no se les paga su plata,” comenta Diego. “Si exigís, te van a matar”.
Se suman nuevos llegados de Amambay, agrega. “Pedro Juan tiene poco lugar para plantar, ya hay mucha soja. Entonces la gente viene para plantar”.
“El bosque es sagrado”

Margarita Mbywangi —envuelta en chales contra la neblina matutina, sentada junto a un fogón humeante en su cocina de piso de tierra— no parece una típica funcionaria.
Pero en 2009, fue brevemente ministra del Instituto Paraguayo del Indígena (INDI) y aquí, en la comunidad aché de Kuetuvy, también está en la primera línea de la lucha por defender el Bosque Mbaracayú.
“Para nosotros, el bosque es sagrado”, dice Mbywangi, abuela de 62 años con diez nietos, “nos duele demasiado que se destruya así”.
De niña, los ancianos aché le contaron cómo su pueblo alguna vez cazó y recolectó en un vasto territorio cubierto de árboles hasta el océano Atlántico.
Pero la dictadura de Alfredo Stroessner sometió a los aché a un genocidio. A los seis años, Mbywangi fue esclavizada por una familia paraguaya. Pasaron diez años antes de que pudiera escapar y regresar a su comunidad, donde luchó por encajar.
“Pasé muy mal”, explica Mbywangi, hoy una anciana aché respetada. “Pero eso me ayudó también a ser fuerte. Porque era mi promesa, mi juramento. Yo tenía que ayudar a mi pueblo”.
Hoy, los aché solo se atreven a entrar al bosque en grupos grandes. “Uno tiene miedo de encontrarse con esas personas” —los narcotraficantes— “porque ellos no tienen corazón”.
En los últimos años, los incendios provocados por los cultivadores de marihuana casi consumieron toda la comunidad. Después de que Mbywangi denunciara la deforestación, también recibió amenazas de muerte.
“No tenemos protección”, dice. “En cualquier momento nos pueden venir a matar”.
En 2013, su sobrino Bruno Chevugi —un guardaparques aché empleado por la Fundación Moisés Bertoni— fue asesinado mientras patrullaba la reserva. Sus asesinos nunca fueron identificados.
Pero Kuetuvy sigue resistiendo. “Estamos trabajando, luchando, siempre hinchando”, ríe Mbywangi.
La aldea también ha desarrollado una alianza improbable con una empresa californiana de bebidas. Desde 2002, Kuetuvy cultiva 61 hectáreas de yerba mate, exportando las hojas para su uso en tés y bebidas energéticas elaboradas por la empresa Yerba Madre.
Mbywangi señala a The Paraguay Post una plantación bajo el monte, realizada de forma orgánica, respetando el ecosistema. “Ese dinero usamos para salud, luz, agua, para las fábricas, para las escuelas, para todo”.
Admite que algunos de sus vecinos se han visto atrapados en el narcotráfico, pero solo en sus escalones más bajos.
“Plantan porque el gobierno no está aquí”, argumenta.
La escuela de la naturaleza



Elida Gómez, la única guardaparques mujer de la reserva, también está tratando de cambiar las cosas.
En 2012, fue parte de la primera generación en graduarse de un internado creado por la Fundación Moisés Bertoni dentro del bosque.
El Centro Educativo Mbaracayú (CEM) atiende exclusivamente a jóvenes mujeres. Las niñas indígenas estudian gratis.
Si no fuera por el CEM, dice Gómez, “seguramente iba a estar en mi pueblo trabajando en algún supermercado, haciendo limpieza”.
“Nos están capacitando para ser futuras líderes en desarrollo sostenible”, dice Luna, de 16 años, mientras muestra las instalaciones a The Paraguay Post.
“El CEM es una estrategia de conservación”, explica Palmira Mereles, de 31 años, directora de la escuela y también graduada de su primera generación.
Al darles a las familias locales un interés en la reserva, la esperanza es que ayuden a protegerla. Como dice Luna: “¿Quién va a querer destruir el hogar de sus niñas?”
Las alumnas también obtienen experiencia laboral, aprendiendo agroecología y atendiendo a huéspedes en el hotel de la fundación, el Mbaracayú Lodge, que ofrece paseos en canoa, turismo comunitario y caminatas guiadas.
Pero incluso en este oasis, algunos están preocupados. “La reserva —dice un empleado de la FMB— es como una isla, pero está cada vez más bajo ataque”.
¿Desarrollo a través de la seguridad?
La principal respuesta del gobierno a la emergencia ecológica y social ha sido la militarización.
El departamento parece una zona en guerra, con tropas del ejército, patrullando junto a efectivos de la Secretaría Nacional Antidrogas (SENAD) y guardias de seguridad, mientras bandas de narcos compiten por plantaciones de marihuana en un área repleta de pistas de aterrizaje clandestinas utilizadas por aviones cargados de cocaína desde Bolivia.
“Si no hay seguridad, nunca va a haber desarrollo,” afirmó el presidente paraguayo Santiago Peña, a la vez que anunció la instalación de la Fuerza de Tarea Conjunta (FTC) en la zona en abril de 2024.
En mayo, el portavoz de la FTC sugirió que el grupo armado conocido como el EPP podría estar activo en Canindeyú y buscando refugio en la Reserva Mbaracayú. Pobladores como Mbywangi son escépticos.
Diego dice que el respaldo militar es bienvenido, pero tomará años tener un impacto duradero.
El personal de la sede en Asunción de la Fundación —llamada así por el botánico suizo Moisés Bertoni— afirma que solo el 6 % del Bosque Mbaracayú, unas 3.800 hectáreas, ha sido deforestado. Un área seis veces más grande que Asunción permanece intacta.

Los recortes de Donald Trump a la ayuda exterior han afectado a algunos de los programas de la FMB, pero la reserva finalmente obtiene su financiamiento a través de créditos de carbono.
Y enfatiza que busca mantener a sus guardaparques fuera de peligro además de proporcionarles capacitación y equipo.
Sin embargo, los asesinatos de guardaparques como Bruno Chevugi claramente le preocupan a Diego.
Repensar la prohibición
Mientras regresamos de la cascada, The Paraguay Post se encuentra con dos niños, aparentemente rumbo a las plantaciones. Parecen tener 10 y 15 años, como máximo.
Diego interroga al mayor en guaraní. “Moõ reho? ¿A dónde vas? Está prohibido entrar aquí”. Uno de los niños intenta acercarse, pero ambos, al ver que el guardaparques está armado, salen huyendo.
“Son niños indígenas”, apunta Diego. “Se puede ver que no tienen armas. A veces tienen cuchillos”.
“La verdad siento pena al ver situaciones así”, añade. “Quisiera encontrar soluciones, ayudar a las comunidades cercanas, ayudarles a encontrar un trabajo digno”.
“Yo quiero saber por qué el gobierno no legaliza la planta si crece tan bien en Paraguay”, sostiene Mbywangi.
“No quiero ver a mis vecinos y amigos morir por esta causa”, agrega la anciana aché, “¿Por qué una persona debería perder la vida por una cosa tan pequeña?”.
Reportería adicional: Giuliana Meilicke
Traducción y edición: Daniel Duarte y Norma Flores Allende
Edición visual: Isabela Marini
Fotografía y video: Matteo Fabi
Este reportaje fue realizado con el apoyo del programa Periodismo Por La Acción Climática, una iniciativa de Agencia Global de Noticias, Emancipa Paraguay, y El Surtidor con el apoyo de WWF-Paraguay y Fundación Avina.